19.3.17

Por qué los hombres mediocres no quieren mujeres poderosas

Hay muchos mitos sobre la discriminación de las mujeres. En las últimas semanas, coincidiendo con el día de la mujer, han reaparecido varios. Uno de ellos es el que afirma que no hay discriminación salarial y una brecha de género. Las mujeres están mejor formadas que los hombres y sin embargo ganan un 13% menos. El argumento afirma que es porque tienen preferencias distintas. 


En parte es cierto, como explica la economista Sara de la Rica, autora de un famoso estudio sobre el techo de cristal: el comportamiento de las mujeres tiende a ser menos agresivo en el mundo laboral que el de los hombres, o suelen preferir empleos menos competitivos, lo que afecta a su promoción en el trabajo y por lo tanto a su salario. También está la maternidad (la brecha salarial aumenta considerablemente cuando las mujeres llegan a los 35 años) y la falta de medidas de conciliación (“las mujeres dedican diariamente por encima de 2 horas más al día de media a tareas domésticas, incluyendo cuidado infantil, que los hombres”). 

Es un tema en el que existen muchas variables, como explican en este artículo en Politikon sobre las posibles causas, más allá de la discriminación pura y dura, de la brecha salarial. Pero “incluso cuando comparamos hombres y mujeres con la misma experiencia laboral, el mismo nivel educativo, en la misma ocupación, en el mismo puesto laboral, más o menos de la misma edad, o incluso que dedican las mismas horas al trabajo doméstico”, la brecha sigue existiendo. Esa es la brecha salarial más grave y preocupante. Aquí el economista Manuel Alejandro Hidalgo refuta algunos mitos y afirma que si el mercado falla, habrá que hacer algo.

Una solución son las cuotas de género. Hay una crítica femenina a las cuotas que se pregunta: ¿cómo sé si me han cogido por mi competencia o por mi género? Pero hay otra, como la de que acaban con la meritocracia, que es cuestionable. En un artículo titulado “Cuotas de género y la crisis del hombre mediocre”, publicado esta semana en el blog de la London School of Economics, se demuestra, a partir de la implantación de cuotas en el partido socialdemócrata sueco en 1993, que “las cuotas de género aumentan la competencia de la clase política en general, y en los hombres en particular. Además, las cuotas son una mala noticia para los líderes masculinos mediocres, que suelen abandonar.” De ahí la ironía que dice que habrá verdadera igualdad cuando una mujer mediocre esté en el poder. “De media, una representación mayor en un 10 por ciento de mujeres aumenta la proporción de hombres competentes en un 3 por ciento.” 

 Los firmantes del estudio afirman que es posible trasladar su teoría de la política a las empresas, aunque es más complicado: “Muchas empresas tienen una historia de liderazgo dominado por hombres y son acusados a menudo de tener mentalidad de locker-room [vestuario, como los comentarios machistas de Trump]. Esto refuerza la selección de hombres, y los líderes se sienten más cómodos rodeados de una mediocridad no amenazadora.”


En una fantástica charla publicada en London Review of Books (en 2014 dio una similar, aquí en español, sobre la voz pública de las mujeres en la Antigüedad clásica ), la historiadora clásica Mary Beard afirma que hay que cambiar la concepción del poder, muy masculina: “No puedes encajar a las mujeres en una estructura codificada como masculina; tienes que cambiar la estructura. Esto significa pensar en el poder de manera diferente [...] Significa sobre todo pensar en el poder como un atributo o incluso un verbo, no como una posesión [...] El poder desde esa perspectiva es el que las mujeres creen que no tienen, y que quieren.” 

Beard también traza una interesante semblanza de Theresa May, la primera ministra británica: “Es muy buena, como lo era Thatcher, en explotar los puntos débiles de la armadura tradicional del poder masculino de los tories. El hecho de que no es parte del “club” de los chicos, de que no es uno de los “colegas”, le ha ayudado a crear un territorio independiente para ella misma. Ha ganado poder y libertad a partir de la exclusión. Y es alérgica al “mansplaining”.

El término se popularizó gracias al libro Los hombres me explican cosas (Capitán Swing, 2016), de la ensayista Rebecca Solnit. Es la filósofa feminista de moda. En este perfil en la revista Elleexplican su trayectoria y cómo se ha convertido en un referente para las feministas de veinte y treinta años. Su obra también ha creado detractores. En una reseña de Los hombres me explican cosas, la escritora Aloma Rodríguez afirma que algunos de sus ensayos, “aunque tengan razón en el fondo, suelen estar cimentados sobre argumentos débiles, chapuceros y perezosos. Y precisamente porque lo que denuncian es cierto (el feminismo sigue siendo necesario, hace bien en explicar lo que es la cultura de la violación –la culpabilización de las víctimas–, el techo de cristal y la brecha salarial existen y el paternalismo no es un invento) los argumentos utilizados deberían ser impecables”.

Beard piensa que “las metáforas que usamos para el acceso de las mujeres al poder llamar a la puerta, atacar la ciudadela, romper el techo de cristal, o simplemente echar una mano demuestran exterioridad. Las mujeres en el poder son vistas como rompiendo barreras, o como cogiendo algo sin autorización.” Pero también desarrolla una interesante teoría sobre cómo el feminismo ha adoptado personajes mitológicos como héroes de la liberación femenina (Medusa, Lisístrata, las amazonas) cuando originalmente no lo eran: las mujeres libres eran vistas como la anarquía que altera el orden, y en la mitología siempre acababan “disciplinadas” por un hombre. Según esta teoría, cuando Camille Paglia, la feminista enemiga del feminismo actual, dice que su “feminismo es amazónico”, en realidad esa referencia no tiene que ver con la emancipación femenina: según Beard, las amazonas eran un mito griego para demostrar que la función del hombre es salvar a la civilización del gobierno de las mujeres. 

 No solo hay barreras económicas, políticas y sociológicas, sino también culturales que impiden una igualdad plena. Beard, con amargura, reconoce que todavía falta mucho para poder superarlas.