El paso del tiempo suele ser evidente en nuestro cuerpo cuando aparecen arrugas y canas, también cuando los músculos se desmarcan y los dientes se oscurecen.
Lo que le pasa a nuestro cerebro, en cambio, suele notarse menos.
Pero, ¿qué pasaría, si ocurre lo contrario?
La periodista Carolina Roatta se enfrenta a una enfermedad rara que afectó su cerebro al punto de envejecerlo el doble, aun cuando su cuerpo es joven.
Cuando cumplí 32 años me sentía la reina del mundo.
Era noviembre de 2012. Había terminado mi tesis de maestría y estaba de regreso a la soltería. Dictaba clases en una universidad y acababa de conseguir el trabajo de mis sueños como periodista.
El día que fui a firmar el contrato laboral, llegué tan segura de mí misma que logré controlar el temblor que tenía en mis manos desde hacía un tiempo.
El diagnóstico
Empecé a temblar cada vez más fuerte. Primero mis manos y brazos se batían como alas de mariposa, luego les siguieron mi cabeza y mis piernas.
Opté por modificar mi rutina. Dejé de usar blusas de abotonar y zapatos de amarrar, me hice amiga de los pitillos y hasta llegué a contratar a un asistente para que escribiera por mí.
En algún punto también empecé un diario en audio para registrar todo lo que me pasaba.
Resistí como pude, pero al cabo de seis meses la situación se hizo insostenible.
Pasé por varias citas médicas que duraban 15 minutos. Es lo normal. En el sistema de salud colombiano, hay que pasar por un médico general para que éste ordene exámenes o remita al paciente a consulta con algún especialista.
En medio de eso me vio un neurólogo primerizo que me diagnosticó erróneamente con temblor esencial y me mandó unos medicamentos para esa condición. Esa medicina me relajaba, pero no me quitaba el temblor.
Irónicamente, después de haber consultado médicos, psicólogos, neurólogos, fue una médica bioenergética la que pensó en ordenarme un examen que mostrara imágenes de mi cerebro.
Mi papá y mi mamá me acompañaron al examen de resonancia electromagnética. Al otro día, mientras esperábamos los resultados, el técnico llamó preguntando si en mi trabajo manipulaba químicos. Las imágenes mostraban que mi cerebro estaba intoxicado.
El resto de mi familia prendió las alarmas. Me ayudaron a conseguir una consulta privada con un neurólogo reconocido. No fue barato, pero por primera vez sentí que alguien entendía lo que pasaba.
La cita duró tres horas, el doctor me hizo todo tipo de pruebas: debía tocarme la punta de la nariz con el dedo índice, dibujar un espiral, hacer marionetas con las manos, sostenerme en un solo pie. En todas me rajé y terminé sudando como si hubiese corrido una maratón.
Fue como haber perdido el examen de admisión al kínder, pero con un diagnóstico como premio de consolación.
Gracias a la cita y otros exámenes especializados, el neurólogo confirmó que tengo la enfermedad de Wilson. Es una rareza genética que lleva el nombre del neurólogo que la investigó, Samuel Alexander Kinnear Wilson, e impide que mi cuerpo pueda procesar o digerir el cobre.
¿Cobre? ¿el mismo metal naranja que hay en los cables?
Sí, el mismo.
Resulta que el cobre es un elemento que nos ayuda a tener nervios y huesos sanos, también contribuye con el colágeno y la melanina en la piel. El cuerpo humano no lo produce, pero lo adquiere por medio de un montón de alimentos.
Lentejas, almendras, chocolate, aguacate, langosta... La lista sigue.
El cuerpo descompone esos alimentos, el hígado procesa el cobre que le sirve y elimina el que no necesita, usualmente por la orina.
El problema es que quienes sufrimos de Wilson, en vez de procesar y digerir el cobre, lo acumulamos hasta que el cuerpo no resiste más y colapsa. Lo usual es que el hígado sea el más afectado, después el cerebro, los ojos y los riñones.
Pero mi caso es aún más raro. A pesar de llevar 32 años acumulando cobre, mi hígado estaba sano. Mi cerebro, en cambio, envejeció el doble. El neurólogo dijo que parecía el de una persona de 70 años.
También tenía un aro de cobre alrededor de las pupilas de mis ojos, otro signo típico de la enfermedad.Sobre la enfermedad de Wilson*:
- La mayoría de las personas son diagnosticadas entre los 5 y los 35 años, pero también puede afectar a personas más jóvenes y mayores.
- La enfermedad está presente al nacer, pero los signos y síntomas no aparecen hasta que el cobre se acumula en el cerebro, el hígado u otro órgano.
- Los signos y síntomas varían según las partes del cuerpo afectadas por la enfermedad. Pueden incluir: Fatiga, falta de apetito o dolor abdominal - Una coloración amarillenta de la piel y el blanco de los ojos (ictericia) -Decoloración de los ojos de color marrón dorado (anillos de Kayser-Fleischer) - Acumulación de líquido en las piernas o el abdomen - Problemas con el habla, la deglución o la coordinación física - Movimientos incontrolados o rigidez muscular.
- Para padecer la enfermedad se debe heredar una copia del gen defectuoso de cada progenitor. Si se recibe un solo gen anormal no se padece la enfermedad, aunque la persona se considerará portadora y es posible que sus hijos hereden el gen.
Enferma de por vida
Ahora debía someterme a una desintoxicación. El tratamiento consiste en tomar durante toda la vida un medicamento quelante que literalmente "pela" el cobre que se acumula en los órganos para después eliminarlo a través de la sangre y la orina.
El médico me explicó que pasaría un tiempo antes de mejorarme, sin precisar si serían meses o años. Me recomendó no mirar Internet para no asustarme y precisó que de pronto los síntomas se agravarían durante el inicio del tratamiento.
Llegué a creer que iba a ser breve y que en poco tiempo retomaría mis actividades. La realidad es que en mi cotidianidad parecía una especie de "bebé grande".
Pasé de ser una mujer super autónoma a depender de otros en cada aspecto de mi vida. Lo entendí poco después del diagnóstico, cuando mi mamá tuvo que ayudarme a lavar los dientes porque yo ya no podía. Recuerdo perfecto que mis ojos se llenaron de lágrimas cuando abrí mi boca y ella cuidadosamente comenzó a limpiar con el cepillo.
Lloraba porque sentía que ya no tenía dignidad. No podía ser una adulta, un individuo, una persona. Así me sentía cada vez que requería de su ayuda: me limpiaba cuando orinaba, me bañaba, me ayudaba a cambiarme la toalla higiénica cuando tenía la regla, me vestía.
Después de casi un año había llegado al límite de incapacidades médicas permitidas. No mostraba mejoría. El siguiente paso era que me dieran una pensión por invalidez. Al principio me sonaba hasta atractivo: tener 32 años, un salario de por vida, y poder dedicarle tiempo a mis hobbies.
Pero el espejismo tenía otra cara: ser así de joven y sentirme inútil, descartada para el mundo laboral, relegada y sentenciada a ganar un salario mínimo en Colombia, que para ese entonces era como 150 dólares americanos. Una cifra que, igual, me condenaba a depender de otros.
El privilegio
Estaba lejos de imaginarme que Roatta, mi apellido, me salvaría. Mi familia paterna es francesa y gracias a esa herencia, yo recibí la doble nacionalidad, pude estudiar en un colegio bilingüe y hablo el idioma.
Por eso Francia empezó a sonar como una opción cuando entendimos que en Colombia no podía hacer nada más que esperar y depender sin mucha esperanza.
Una de mis hermanas ya vivía allá, se puso a investigar y encontró un centro de referencia en la enfermedad de Wilson que está ubicado en París.
Mis padres, mi hermana menor y yo decidimos emigrar para juntarnos con ella. Fue una decisión difícil, pero necesaria.
En el CRMR Wilson hay un equipo de especialistas que nos dio todas las respuestas. Como Wilson es una enfermedad genética, lograron diagnosticar a mis dos hermanas antes de que los síntomas aparecieran.
Las tres tenemos citas de seguimiento, con exámenes incluidos, cada seis meses. También tenemos acceso privilegiado a medicamentos y yo recibo una ayuda económica para compensar mi situación de discapacidad.
Desde que llegamos, a finales de 2014, estoy intentando crearme una nueva vida. Ha habido avances. Ahora tiemblo mucho menos, el aro de mis ojos desapareció y volví a ser totalmente autónoma.
Han sido ocho años en proceso de aceptación de mi diferencia: enferma, rara, mitad colombiana, desempleada y ahora con 40 años. Nada fácil. Intenté varios proyectos laborales pero no progresaron. Intenté varios proyectos amorosos y de vida en pareja pero tampoco funcionaron.
Hoy sigo en modo construcción. Estoy haciendo una nueva Maestría (mi revancha porque en Colombia nunca pude sustentar la tesis y nunca me dieron el diploma), tengo un nuevo amor, cambié el proyecto de tener hijos por el de tener gatos y me mudé a una ciudad cerca al mar, luego de aceptar que París es muy dura para vivir cuando eres vulnerable.
Pero claro, el desenlace de mi historia también es una rareza. Que yo tenga diagnóstico, tratamiento y acompañamiento, está lejos de ser la norma para quienes se encuentran en los países de América Latina.
En Colombia tuve suerte: la enfermedad de Wilson aparece en la lista de enfermedades raras del Ministerio de Protección Social, gracias a los esfuerzos de la Federación Colombiana de Enfermedades Raras (Fecoer), y por fortuna para el bolsillo de los pacientes, uno de los medicamentos está cubierto por el sistema de salud público.
El problema, en ese caso, es que las personas sean diagnosticadas a tiempo, por eso obtener estadísticas sobre el número de casos es difícil, aunque desde 2020 ha habido progresos gracias a un equipo de la Universidad de Antioquia.
Si yo no hubiera tenido cómo consultar a un especialista que conocía la enfermedad, es muy probable que ya hubiera muerto y mi familia aún estuviera buscando respuestas.
He sido consiente de mi privilegio y tengo mi lado activista, por eso desde que llegué a Francia me vinculé como voluntaria con la asociación de pacientes de Wilson y ahora soy la presidenta.Esta red de apoyo es lo que me ha mantenido en pie. En ella he podido seguir compartiendo lo que sé hacer: comunicar, crear lazos, ayudar, empoderar a los pacientes y a sus familiares.
También milito para que en otras partes del mundo, incluida Latinoamérica, un diagnóstico rápido, el acceso al tratamiento y un seguimiento de calidad, sea posible.
Durante un tiempo gestioné un grupo en Facebook para conectar con pacientes hispanoparlantes.
Hubo mucha interacción, incluso me contactaron varias personas a mi cuenta personal, una de Cuba, una asociación de Costa Rica, otra paciente de Chile, una de Argentina, dos de Colombia. Todas con historias durísimas de falta de acceso a los medicamentos y larga espera para el trasplante de hígado, la solución extrema en los peores casos de Wilson.
Tres de esos pacientes murieron mientras estábamos en contacto.
La experiencia que más me marcó fue una mujer de Perú. Su esposo tenía la enfermedad y falleció a comienzos de la pandemia.
Durante varios meses no tuvieron acceso al medicamento y murió mientras esperaban un trasplante. La acompañé vía messenger durante tres días mientras su esposo agonizaba, con la tristeza de saber que los finales felices de pacientes con Wilson son más raros que la misma enfermedad.
bbc
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