En pocos días, 4 miembros de una
familia de Catia murieron uno tras otro sin motivo aparente. No estaban
enfermos, ningún animal les atacó. Pero ellos y
otras 24 personas que fallecieron en distintos estados habían comido lo
mismo, como tantos latinoamericanos: yuca. Lo que no sabían era que esa
yuca, que habían comprado más barata en un puesto de la calle, era
tóxica.

Porque se trataba de yuca amarga o brava, una variedad alta en cianuro de las 98 especies del género Manihot.
Las diferencias entre las dulces y las amargas no son difíciles de
apreciar pero si fáciles de obviar cuando el hambre aprieta.
Mientras que la yuca dulce tiene una corteza fina, una pulpa blanca y
se ablanda rápido al cocinarla, la yuca amarga tiene la corteza bastante
más gruesa, tarda mucho en cocinarse, su pulpa es rosada y se vuelve
amarilla al cocerse.
Saben que no es tan rica, pero también saben que es más barata. Y muchas familias no tienen elección.
El veneno que contienen las yucas
amargas solamente desaparece del tubérculo cuando se cocina y se prepara
de manera adecuada. S i no, los efectos empiezan a
notarse 3 horas después de ingerirla. Primero queda afectado el
estómago, luego empiezan a dañarse las células nerviosas y finalmente
los pulmones y los riñones.
La solución para poder consumirla la saben bien los indígenas:
rallarla, prensarla y secarla al fuego o al sol para eliminar su
toxicidad. De ahí elaboran el casabe, una tortilla fina y crujiente.
Pero las personas fallecidas en los estados de Anzoátegui, Bolívar, Lara, Monagas y en la ciudad de Caracas sufrían el azote del hambre, la inflación desorbitada de los precios y la devaluación de la moneda. Así que unas raíces más baratas, vendidas a pie de calle sobre una sábana, iban a constituir el desayuno o la comida o la cena.
Una dosis fatal a la que queda expuesta casi el 40% de la población que desde el 2015 solamente hace 2 o menos comidas diarias, según la Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela.





